lunes, 3 de septiembre de 2018

¿Es Morena un PRI reloaded?


Por Venus Rey Jr
Publicado originalmente en el número de Agosto 2018 de la revista Ruiz-Healy Times, p. 19. Puedes descargar el PDF de la revista en este link:  http://www.ruizhealytimes.com/sites/default/files/revista/ruiz-healy_times_num_20.pdf

Luis Echeverría entrega la banda presidencial a José López Portillo. Diciembre 1 de 1976.

«Fui el último presidente de la Revolución.» José López Portillo.

Si consideramos la escala de tiempo histórica, la Revolución Mexicana pertenece a nuestro pasado reciente y aún hoy padecemos sus efectos. Y aquí “padecer” no tiene una connotación negativa, sino sólo el sentido pasivo del vocablo: las repercusiones sociales, políticas, económicas y culturales de la Revolución Mexicana se siguen sintiendo a más de cien años de distancia. El tiempo histórico es diferente al tiempo biológico de una vida humana. Cien años pueden parecer muchos, pero en realidad son tres o cuatro generaciones.

Muchos pensaron que con la Revolución habría llegado a su fin el gobierno de la oligarquía y de los latifundistas, y que se inauguraría una era de paz, justicia social y bienestar para todos, especialmente para los más pobres. La Revolución Mexicana no fue un proceso que se diera en un momento dado y se agotara. Fue –y sigue siendo– un movimiento continuo que se ha ido desplegando a lo largo de las décadas. Plutarco Elías Calles tuvo la visión de “institucionalizarla” y para este propósito creó un partido, que después sería el PRI: el Partido Revolucionario Institucional.

Los regímenes priístas desde Lázaro Cárdenas –y especialmente el sexenio de Lázaro Cárdenas– tuvieron una clara inclinación social y nacionalista. Había que aterrizar las conquistas revolucionarias (derechos laborales, derechos sociales, cuestión agraria, nacionalismo, soberanía, recursos naturales, rectoría económica del Estado, monopolios estatales, protección de la industria nacional, sindicalismo, separación de la iglesia y el Estado, derechos políticos, sufragio efectivo, no reelección, etc.) y hacerlas efectivas. Digamos que los presidentes se asumieron como continuadores de la Revolución, aún cuando México presenció algunos de los sexenios más cleptómanos de los que se tiene memoria (muy cleptómanos, pero también muy nacionalistas y revolucionarios, y eso de algún modo los redimía).

Conforme avanzó el siglo XX fue evidente que algo estaba mal. Ya no había latifundistas, pero había empresarios que concentraban la riqueza y había también una clase política enriquecida y corrupta. Ya no había aristocracia ni señoritos, como en tiempos de don Porfirio, pero existía una nueva clase privilegiada que en la práctica estaba por encima de la ley. Ser presidente, secretario de Estado, alto funcionario o gobernador, o ser empresario cercano a ellos, significaba amasar enormes fortunas. A pesar de los esfuerzos y de la visión social de los regímenes, las desigualdades económicas, culturales y sociales prevalecieron, aún considerando que durante los años 50 y 60 nuestra nación experimentó un crecimiento económico nunca antes visto (se hablaba del “milagro mexicano”). Fue una ilusión, porque entre 1970 y 1982 todo salió tan mal que el sueño revolucionario se hizo pedazos. Millones de mexicanos en pobreza y marginación esperaron infructuosamente el día en que la Revolución les hiciera justicia.

La década de los 80 fue un parteaguas en nuestra historia. El viejo anhelo revolucionario-nacionalista fue sustituido por una nueva visión: la apertura al mundo, el neoliberalismo. La apertura económica y el libre comercio fueron tendencia mundial, no mera ocurrencia de los presidentes De la Madrid y Salinas; tan es así que no sólo México cambió su rumbo y se abrió en esos años, también lo hicieron China y el bloque soviético. México ingresó al GATT (Acuerdo General de Aranceles y Comercio) en 1986 y poco después, ya con Salinas en la presidencia, se inició un proceso de privatización inédito: prácticamente todas la empresas del Estado, con excepción de los hidrocarburos, se pusieron a la venta y cayeron en manos de los más ricos. Y no sólo eso: también se negoció y se firmó con Estados Unidos y Canadá lo que en esos días se decía sería el acuerdo comercial más grande e importante del mundo: el NAFTA. El presidente prometió que este acuerdo traería riqueza, prosperidad y bienestar a todos los mexicanos. Más de tres décadas después constatamos que ni la visión nacionalista de los regímenes revolucionarios (López Portillo pensó que el problema de México sería cómo administrar la abundancia) ni la apertura económica de los neoliberales tuvieron éxito: las desigualdades y la miseria en la que viven millones de mexicanos son prueba de ello.

Siempre hay fuerzas contrarias que interactúan en la historia y tienden a anularse. En ciertas épocas unas prevalecen sobre otras. Cada vez que hay un cambio, una evolución, una revolución, habrá fuerzas que tenderán a impedirlo. Esas fuerzas constituyen la reacción y sus simpatizantes son los reaccionarios. A veces se tiene la idea de que un reaccionario es necesariamente un derechista o un conservador, pero esa idea es errónea. Los mencheviques eran reaccionarios porque se oponían a los bolcheviques, pero también los comunistas (es decir, los bolcheviques ya en el poder) que se opusieron a la Perestroika y la Glasnot, fueron la reacción que se opuso a la modernización y apertura de la Unión Soviética. En 1982 llegó a la presidencia de México un técnico y con él se instauró la era de los tecnócratas. Los gobiernos ya no se asumieron como revolucionarios y las grandes conquistas de la Revolución empezaron a mirarse como un estorbo. Claro que hubo sectores del PRI que vieron con malos ojos estos cambios: ellos fueron entonces la reacción (por raro que parezca, revolucionario y reaccionario en ese contexto fueron términos equivalentes). 

Desde el punto de vista económico, el sexenio de De la Madrid fue un desastre: la inflación y la devaluación llegaron a máximos históricos, pero no podemos cargarle todo el muerto a ese gobierno, sino más bien a los dos anteriores, el de José López Portillo y el de Luis Echeverría, quizá los últimos gobiernos revolucionarios. Hubo un sector del PRI que se dio cuenta de que los tecnócratas estaban perdiendo el sentido social-nacionalista y estaban abandonando los ideales de la Revolución. Ese sector del PRI estaba destinado a escindirse. Una especie de justicia histórica quiso que Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del presidente más revolucionario y social, se separara del partido y fundara una coalición a la que llamó Frente Democrático Nacional, que poco después se convertiría en el Partido de la Revolución Democrática. 

Las principales consignas de los priístas disidentes eran dos: mayor democracia interna en el partido y rechazo a las políticas económicas neoliberales. Y como vieron que el PRI tecnócrata no recularía, estos priístas se separaron. Los principales fundadores del PRD fueron tres priístas: Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez. Hay una ironía que subyace en el nacimiento del PRD, un partido que exigía democracia ya: 1) Cárdenas fue senador y gobernador de Michoacán por el PRI, y su designación para ambos cargos fue cupular; 2) Muñoz Ledo sirvió como secretario del trabajo a uno de los presidentes más autoritarios de nuestra historia, Luis Echeverría, pero en aquel entonces no le pareció a Muñoz Ledo que la falta de democracia del partido fuera un problema; 3) Ifigenia Martínez sirvió fielmente al PRI, incluso fue diputada federal entre 1976 y 1979, época en que la designación de candidatos era palomeada por el presidente, es decir, era vertical, pero tampoco en aquel entonces le pareció a Ifigenia que la falta de democracia en el PRI fuera un problema. Qué bueno que a final de cuentas los tres principales fundadores del PRD se convencieron de que era necesario democratizar al PRI, y al ver que sus ideas no serían secundadas, se marcharon. Pero no era la falta de democracia interna lo que realmente les horrorizaba, sino el neoliberalismo.

Si el sexenio de De la Madrid se distinguió por el inicio de la apertura económica y la tecnocratización de la función pública, la administración de Carlos Salinas fue más allá de todo lo que un rancio revolucionario podía concebir. En 1982 José López Portillo nacionalizó la banca, pues le pareció que la oligarquía estaba saqueando a México y se sintió con el deber de defender al peso como un perro. Seis años después, Salinas inició el proceso de privatización más grande de nuestra historia, y, claro, la banca volvió a manos privadas (hoy está en manos de los extranjeros). El PRI fiel a la revolución tuvo en José López Portillo a su último presidente. Así lo dijo él en una entrevista: «Fui el último presidente de la Revolución». En 1992, en pleno apogeo de la administración de Salinas, o sea, la mera época del neoliberalismo rampante, López Portillo criticó duramente al gobierno: «el país vive cambios que van a contrapelo de nuestros antecedentes revolucionarios.» La Revolución Mexicana era y es, a juicio de los revolucionarios, incompatible con la apertura económica, es decir, con el neoliberalismo, al que consideran una especie de perverso y mórbido neoporfirismo. No privatización, sino nacionalización: debe siempre prevalecer el sentido social y nacionalista del gobierno, y orientarse a los ideales revolucionarios de justicia y dignidad. La Revolución logró que el Estado tuviera la rectoría económica para beneficio de los más pobres, pero el neoliberalismo ha concentrado la riqueza en unos cuantos. Un gobierno revolucionario debe enmendar el camino, y el nobilísimo fin que persigue justifica cualquier medio, aún si el precio que debe pagarse es la democracia –la historia nos ha mostrado que ninguno de los gobiernos de la Revolución se distinguió por democrático. 

El PRI fundamental, ese PRI que llegó a su apogeo en los años 70 (Cárdenas, Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez llegaron al cenit de sus carreras priístas durante los gobiernos de Echeverría y López Portillo), ha sobrevivido, primero en el PRD y ahora en Morena, cuyo fundador también fue un priísta nacionalista y revolucionario. Morena nació de la escisión del PRD, y éste de la escisión del PRI. El PRI genuinamente revolucionario tuvo en José López Portillo a su último presidente. El PRI neoliberal (De la Madrid, Salinas, Zedillo, Peña Nieto) traicionó a la Revolución. En 1988 los priístas fieles a la Revolución fundaron su propio movimiento y ganaron la elección. El PRI tecnócrata y neoliberal les hizo fraude y perpetuó el neoliberalismo tres décadas más.


Quizá José López Portillo no fue el último presidente de la Revolución. A juzgar por el resultado del 1 de julio, Andrés Manuel López Obrador acaba de instaurar una nueva era de presidentes revolucionarios. La venganza de los priístas fieles a la revolución se ha consumado.

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