Por Venus Rey Jr
Publicado originalmente en la revista Ruiz Healy Times, septiembre de 2018, página 19. Descarga el PDF de la revista aquí.
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Primera Transformación: Independencia. Segunda Transformación: Reforma. Tercera Transformación: Revolución. Cuarta Transformación: AMLO. |
El día sábado primero de septiembre de 2018 dio inicio la llamada Cuarta Transformación. Ese día se inauguró en San Lázaro el primer periodo ordinario de la LXIV Legislatura. Aquel día, Andrés Manuel López Obrador empezó a gobernar.
Desde antes que iniciaran las campañas, el fundador de Morena llevó la batuta y fijó la agenda. Siempre estuvo varios pasos adelante de sus competidores. Cuando ellos apenas iban, Andrés Manuel ya venía de regreso. La desesperación de los contrincantes se fue haciendo cada vez más notoria conforme se acercaba el 1 de julio. Las cosas llegaron a un punto en el cual, pasara lo que pasara, la gente votaría por el tabasqueño, así lo vieran, parafraseando a Trump, disparando contra alguien, no en la quinta avenida de Nueva York, pero ponga usted en la avenida Juárez, Madero o en el Eje Central Lázaro Cárdenas (ya ve usted que Juárez, Madero y Cárdenas son sus paradigmas). Ese fue el grado de convicción que alcanzaron sus votantes. Y mientras, del otro lado, muchos vacilaban y no sabían si votar por el del PRI o por el del PAN, porque, hay que decirlo, el PRI se dedicó a atacar a Anaya desde el principio, e hizo creer al sector más crédulo del electorado que estaban en segundo lugar en las preferencias y a tiro de piedra de Andrés Manuel. Mentiras deliberadas que pagaron con la más estrepitosa y humillante derrota de su historia.
La Cuarta Transformación que planteó AMLO fue un éxito desde el primer momento. Ese nombre, que podría parecernos chocante y presuntuoso –lo es–, sintetiza con exactitud el enorme desprecio que millones de mexicanos sienten hacia la corrupción y el PRIvilegio. Andrés Manuel encontró la fórmula idónea para que el electorado se convenciera de que PRI y corrupción eran sinónimos. Tan la encontró, que el candidato del PRI también adoptó un discurso anti-corrupción, que nadie le creyó, por cierto. Todo México, incluidos los cuatro candidatos, alzaron la voz y se manifestaron en contra de la corrupción. Andrés Manuel logró posicionarse como el único candidato que no era corrupto, y en tal virtud, como el único candidato que podría acabar con este mal, al modo que se barren las escaleras: “de arriba para abajo”. Si un presidente pretende erradicar la corrupción, él mismo debe ser honesto (honesto-honesto, honesto-honesto, como dijo El Bronco en un debate) y estar limpio de todo mal. Y si bien sobre la figura del presidente electo pesan sospechas de corrupción durante la construcción del segundo piso del periférico, lo cierto es que nunca se le ha comprobado nada, a pesar de que el PRI, haciendo uso de todo el aparato gubernamental, lo habrá investigado hasta el tuétano. Pero nunca nadie le ha podido comprobar un mínimo acto de corrupción.
La Cuarta Transformación es, en primera instancia, un movimiento nacional de repudio a la corrupción y a los privilegios de los altos funcionarios. AMLO, que es un hombre culto, leído y conocedor de nuestra historia (ha escrito una veintena de libros de los cuales sus detractores acusan ghost writing, pero ni siquiera eso han podido comprobar), sabe de la importancia de los símbolos. Mientras los otros dos candidatos mostraban avidez por llegar a Los Pinos e instalarse ahí con sus familias, AMLO propuso cerrar esa residencia oficial, pues es símbolo del presidencialismo neoporfirista-neoliberal, un presidencialismo aberrante que únicamente ha gobernado para que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. La propuesta del tabasqueño fue que Los Pinos se convirtiera en un espacio público para la cultura y el esparcimiento. Y claro, todo mundo recibió la propuesta con gran entusiasmo. ¿Por qué? Por el gran golpe y sacudida que significaba para los gobiernos panistas y priístas, que asentaron sus reales en Los Pinos con indolencia y vanagloria. Lo mismo puede decirse del avión presidencial.
Pero la simbología no acaba en Los Pinos, sino se extiende a las figuras de los expresidentes, en este caso, los villanos de esa película de horror llamada Historia Mexicana. La propuesta de acabar con las pensiones de los exmandatarios fue rechazada por la clase política en funciones, y muchos analistas se refirieron a ella como una propuesta populista que en nada contribuiría a solucionar nuestros problemas. Quitar las pensiones a los expresidentes, decían, no va a acabar con la pobreza ni con la corrupción. Pero ese no era el punto y nunca lo fue. Cualquier persona medianamente pensante sabe que dejar a Echeverría, Sasha Montenegro, Paloma Cordero, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña sin pensión de nada sirve para que millones de mexicanos puedan superar la pobreza en la que están inmersos desde hace varias generaciones (incluso generaciones que existían desde antes de la Revolución Mexicana). Eso lo sabe usted, lo sé yo y lo sabe Andrés Manuel. De lo que se trata es de castigar a los villanos de la película, de dejarlos sin dinero y sin privilegios, porque ellos son los que más daño han hecho al país, y encima de ese daño, resulta inmoral tener que pagarles para que puedan vivir como jeques saudíes. Por eso la propuesta fue y es aclamada por millones de mexicanos. Golpear a los expresidentes de este modo es hacer énfasis en que gobernaron no para los mexicanos, sino para la mafia del poder (not for the many, but for the few, parafraseando en sentido inverso a Jeremy Corbyn). Esta propuesta ha sido música para los oídos del electorado. Meade y Anaya no supieron adaptarse a las condiciones que imponía AMLO, y en la naturaleza como en la política, el que no se adapta se extingue. Mientras México vitoreaba la propuesta de Andrés, Meade afirmaba que no quitaría estas pensiones.
La idea de una Cuarta Transformación es genial. El PRI, y en menor medida el PAN, proponían continuidad. El pobre de Meade cavó su tumba política desde que en una comparecencia ante el Senado, en octubre de 2017, y todavía como secretario de Hacienda, confesó que en 2012 él había votado por Enrique Peña Nieto. Y claro, los senadores priístas, que eran los más (ahora son los menos) le aplaudieron como focas de acuario. Poco después Meade se convirtió en el candidato del PRI y, por más que intentó, fue incapaz de deslindarse del desprestigio de la marca. Créame: la marca “PRI” está tan desprestigiada que hace unos días el propio Peña Nieto –o sea, el máximo líder priísta– sugirió que se cambiara el nombre al partido, porque así no iba a funcionar. Meade basó su campaña en ensalzar la gestión de Peña Nieto y en ofrecer continuidad. Y no es que estuviera loco. No. La verdad es que el gobierno de Peña Nieto ha sido satanizado, pero si lo evaluamos con cabeza fría y con datos y números en la mesa, nos daremos cuenta, por difícil y paradójico que sea reconocerlo, que el balance general es positivo; pero esa es otra historia. Donde sí falló Peña fue en el tema de la violencia. 2017 fue el año más violento de nuestra historia, desde que se hacen mediciones con métodos científicos; mucho más que cualquier año de Calderón, a quien se atribuye el origen de este mal. Pues bien, 2018 lo está superando con creces. 2018 será el año más sangriento de nuestra historia. Pero, volviendo al punto, la Cuarta Transformación anunciaba una nueva era, una ruptura con el esquema político que tanta animadversión y hartazgo cosechó entre los mexicanos. Y AMLO se presentó como el único hombre que podría lograr tal cambio. Millones le creyeron.
La Cuarta Transformación se alza como un movimiento de la máxima envergadura: tan importante como la Independencia, la Reforma y la Revolución. De ese tamaño es la propuesta de AMLO, una propuesta histórica –y de ese tamaño es la imagen que Andrés Manuel tiene de sí mismo–; histórica en el sentido profundo del devenir, no de la mera efeméride. La intención de López Obrador al crear Morena fue la de hacer historia. Mientras la sensación que uno tenía al ver a los otros dos contendientes era la de pensar que si ganaba uno y otro, era porque ahora les “tocaba a ellos”, es decir, les “tocaba” estar en el poder y hacer negocios y beneficiarse por seis años; la sensación que provocaba AMLO era de que, finalmente, juntos haríamos historia. En otras palabras: sabíamos que los otros contendientes y sus allegados iban por el privilegio y por el varo (o baro, si usted prefiere, o sea: la feria); pero Andrés Manuel y Morena iban por la historia. Los detractores del tabasqueño minimizaban y ridiculizaban que él se las diera de intelectual con tanto libro publicado, y que se la diera de mesías. Queda claro que la compresión de AMLO de la historia mexicana es por mucho superior a la de sus adversarios, quienes decían: «qué intelectual va a ser, si es un bruto que no sabe ni hablar, ya no digamos inglés, sino español, y que se tardó casi tres lustros en acabar una licenciatura que dura cuatro años». La cultura no la da un título universitario, ni siquiera uno de Harvard o del MIT. Tampoco la da hablar inglés. La cultura se obtiene mediante toda una vida de lectura y reflexión profunda. No estoy diciendo que AMLO la tenga como si fuera Bertrand Russel o Theodor Mommsen –sí diría que es un hombre culto–, pero el uso magistral que hizo en su campaña al colocar a la historia como algo fundamental, no tiene parangón en nuestro pasado reciente. ¿Recuerda usted cómo se llamaban las otras dos coaliciones? Yo no. Pero “Juntos haremos historia” es un mote que nunca olvidaremos.
La Cuarta Transformación, y todo lo que ella implica, es necesaria y urgente. No porque la proponga AMLO, quien tuvo, en efecto, el acierto de proponerla y de hacerla el motor de su campaña. Todos –hasta Meade, que, como siempre he dicho, es un hombre honesto y un funcionario muy capaz– estuvimos convencidos de que el país no podía seguir en el camino que llevaba, que la corrupción, el privilegio, la pobreza, la desigualdad y la violencia tenían que llegar a su fin. Sólo una persona mezquina estaría en contra de un proyecto así. Yo no sé si AMLO sea capaz de lograrlo. Es una tarea que se antoja sumamente difícil, casi imposible. Lo que sí sé es que él fue el único candidato que supo entender el momento histórico que México vivía. También sé que el sábado 1 de septiembre AMLO inició su gobierno. ¿Será su gestión la mejor y más grandiosa de toda nuestra historia? No lo sé, ojalá que sí. Al menos esa es su pretensión, y eso, de suyo, es un cambio radical en la forma de hacer y concebir la política en nuestra accidentada patria: él no va por el “varo”, el poder o la vanagloria (quizá sus allegados sí; seguramente muchos de ellos sí): Andrés Manuel va por la historia. Ojalá que así sea.