Por Venus Rey Jr
Publicado originalmente en el número 18 de la revista Ruiz Healy Times, p. 25. Descárgala aquí
«We
must, indeed, all hang together or, most assuredly, we shall all hang
separately.»
Benjamin Franklin
Frontera entre las alcaldías de Cuajimalpa y Álvaro Obregón, Ciudad de México |
La Guerra
Civil Española es un acontecimiento histórico que desde hace muchos años ha llamado
poderosamente mi atención. Fue una choque tremendo entre dos formas de pensar,
dos visiones y proyectos de Nación. La colisión eidética no se quedó en el
debate de las tribunas en la Asamblea ni en las agitadas y muy acaloradas discusiones
en los cafés de las grandes ciudades españolas; también permeó la vida íntima
de las familias y enemistó a hermanos, a padres y a vecinos. Si todo hubiese
quedado ahí, en las discusiones, en las descalificaciones, en la pura
enemistad, no habría sido tan trágico. El problema es que todo se salió de
control, y entonces la pelea eidética se transformó en una guerra fratricida,
una de las más crueles y sangrientas del siglo XX.
No estoy
comparando la situación actual de nuestro país con el caos que imperó en España
en los años 1930, aunque sí es preciso reconocer que nuestra situación es muy
delicada. Negar la realidad de nuestros días, o minimizarla, sería un error muy
grave. Yo veo un México muy dividido y enemistado. Escucho y veo expresiones de
intolerancia en los seguidores de los principales actores políticos. Del
insulto desmedido, que ya de suyo es una agresión, a la agresión física misma,
hay sólo una diferencia de grado; y es una diferencia menor. Cuando se suelta el tigre, los actores políticos
ya no tienen control sobre sus seguidores, como sucedió en esa España, y para
ejemplo valga la guerra que protagonizaron los anarquistas contra los
comunistas, ambos del lado de la República, pero peleados a muerte por sus
diferencias ideológicas.
En «Una
historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie», Juan Eslava describe
los temores del presidente Azaña, que ya anticipa el horror que está por
desatarse: «[en un lado] el odio destilado lentamente durante años en el
corazón de los desposeídos; [en otro lado] el odio de los soberbios, poco
dispuestos a soportar la insolencia de los humildes.» Unos renglones después
pone una cita del aristócrata y sibarita español José Luis de Vilallonga: «Todavía
recuerdo el día en que, un poco antes de la guerra, mi abuela dijo de pronto:
‘Siento un infinito desprecio hacia los pobres.’ Y como todo el mundo se quedó
con la boca abierta, explicó: ‘Sí, porque ¿cuántos son ellos? Millones. Y los
ricos ¿cuántos somos? Muy pocos. Pero aquí estamos desde hace siglos sin que a
nadie se le ocurra hacernos nada.’»
He visto en
nuestro país una polarización. No que sea nueva. Desde luego, los pobres y los
ricos existen desde siempre. El problema es cuando llega la ideología y los
actores políticos se valen de ella para excitar a las masas. En el momento en
que la ideología permea la polarización, en ese momento se gestan bandos
irreconciliables destinados a chocar.
Existe en
nuestro país un modo de ser excluyente, que algunos llaman la postura del mirrey o el
estilo de vida totalmente palacio. Y también existe otro modo de pensar,
igualmente excluyente, al que despectivamente se denomina ideología chaira o pensamiento
prole. El primer modo de ser se caracteriza por la indolencia y la
frivolidad; el otro se distingue por el odio y el desprecio de sentirse
marginado y explotado. La abuela de Vilallonga y Vilallonga mismo ilustran muy
bien al primer grupo. El personaje Esteban García, de la novela «La casa de los
espíritus», de Isabel Allende (que sabe muy bien de estas cosas), ilustra al
segundo grupo[1]. Tal
vez algún lector despreocupado crea que estoy exagerando, más aún después de
leer el pie de página que acabo de escribir, pero yo creo que estos fenómenos
sociales merecen atención.
El discurso
de algunos candidatos se aprovecha del resentimiento social de un gran sector
de la población. El discurso exalta no sólo la explotación, sino las
diferencias raciales. No en vano uno de los candidatos hace llamar a su partido
MORENA, que, claro, se refiere a las siglas del Movimiento de Regeneración
Nacional, pero que también alude al color de la piel. El candidato expone a sus
seguidores que el sino aciago que sufren se debe a la maldad de unos cuantos.
Este grupo sin rostro –el candidato no da nombres, pero se entiende que es el
grupo constituido por los hombres más ricos de México– se vale de los políticos
para asegurarse privilegios y aumentar su riqueza, a costa de la explotación y
la marginación de los pobres. Los gobiernos neoliberales del PRI y del PAN y
sus presidentes (Peña, Calderón, Fox, Zedillo, Salinas…), no son más que
empleados de este grupo. Todos ellos conforman la «mafia del poder». La única
posibilidad de que los pobres salgan de la pobreza, es arrebatando a esta mafia
el poder mediante una revolución, pacífica, dice el líder, que traerá paz,
justicia y bienestar, y que acabará con la corrupción y la violencia: por fin
los oprimidos serán reivindicados. Este cambio sustancial es llamado por el
movimiento y sus ideólogos «La Cuarta Transformación», y su envergadura e
importancia sólo son comparables, según ellos, a la Independencia, la Reforma y
la Revolución.
He sido
testigo de expresiones que me horrorizan por su ligereza y frivolidad;
expresiones peores que la de la abuela de Vilallonga. Y las he escuchado aquí
en mi ciudad, en reuniones, en las terrazas de restaurantes; las he visto en
Facebook, en Twitter y hasta en los periódicos. Porque para que exista
polarización debe haber dos polos igualmente malos. He oído expresiones como nacos, proles, chairos, jodidos, holgazanes,
huevones, prietos, parásitos, ninis, basura social, indios y otras más que
no puedo pronunciar, dirigidas a los simpatizantes de MORENA y en general a los
más desfavorecidos. Lejos de ponerlos cabizbajos, los insultos les están dando
unidad, identidad y cohesión: «somos Morena, somos la nación, los pobres, los
marginados, y –como temía la abuela de Vilallonga– somos millones, millones
más». Es el fin de la era del señoritingo,
del fifí, de la mafia del poder: así como perecieron el catrín y el señorito, el terrateniente y el hacendado, en la revolución, así va a desaparecer esta mafia del poder empezando por sus
funcionarios itamitas. Ese es el
propósito de La Cuarta Transformación.
Ahora bien,
podrá resultarnos chocante y pedante esta terminología de La Cuarta
Transformación. No es la primera vez que los ideólogos cercanos a Andrés Manuel
López Obrador se inventan un término así de rimbombante. Recordemos La Cuarta
República, de la que AMLO fue presidente legítimo. Pero ese no es el punto.
Decía que podría resultar irritante el concepto de La Cuarta Transformación,
pero en el fondo, no porque lo proponga López Obrador, no deja de ser cierto
que nuestro país requiere un cambio sustancial. La corrupción gubernamental y
la violencia deben cesar; el país debe despegar
económicamente –y aquí la palabra despegar
resulta muy adecuada y simbólica, toda vez que MORENA pretende cancelar el
nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, que verdaderamente sería un motor de despegue y desarrollo para nuestro país–.
Si esto se logra (acabar con la corrupción, erradicar la violencia y emprender
ahora sí a grandes pasos el desarrollo económico nacional), será verdad esto de
La Cuarta Transformación. Sería terrible que las cosas siguieran como están,
pero también sería catastrófico que adoptáramos el comino del populismo.
No hace falta
ser López Obrador, ni siquiera simpatizante de él, para darse cuenta que la
estructura gubernamental está podrida desde sus entrañas; no hace falta ser
morenista para sostener que en México hay profundas desigualdades (económica,
social, racial, cultural), que los gobiernos han actuado con frivolidad,
torpeza, irresponsabilidad, dolo y maldad, y que las cosas deben cambiar.
Entiendo el enojo de los seguidores de AMLO: es legítimo, y no es propio de ellos
–yo, que no soy morenista, también estoy indignado–. Hasta el más cínico
priísta sabe que la situación no podrá sostenerse más tiempo.
La rabia de
millones se deja ver en twitter, Facebook y otras redes sociales. El ataque a
columnistas y comunicadores es impresionante. Basta con expresar una idea
contraria a un candidato, para que sus seguidores profieran toda clase de
insultos, ataques y amenazas. Hay que decirlo, en este rubro son especialmente
virulentos los simpatizantes de MORENA. Esta agresividad en redes preocupa,
aunque haya quien crea que exagero. Es cierto que si pierde AMLO, sus
seguidores experimentarán una gran frustración, y entonces serán realidad
aquellas palabras que se referían a soltar
al tigre. Y una vez suelto el animal, será muy difícil detenerlo. Por esa razón,
La Cuarta Transformación –que, insisto, es necesaria, y no porque lo diga López
Obrador– debe llevarse a cabo desde la institucionalidad. Ya se han dado los
primeros pasos, aunque los morenistas insistan en que no.
Un paso importante
es la desaparición de la Procuraduría General de la República, que hoy por hoy
está bajo control del presidente, lo cual es garantía de impunidad, y en su
lugar la creación de una Fiscalía autónoma y totalmente independiente del ejecutivo.
Este paso ya se dio, al menos en el papel (la hoja de papel, diría el jurista La Salle), he ahí el artículo 102
de nuestra Constitución, pero en los hechos los partidos políticos no han sido
capaces de nombrar a quien habrá de ser su titular. Los políticos corruptos no
van a permitir que un fiscal hostil los persiga, y como al parecer todos los
partidos son corruptos, es difícil que lleguen a un acuerdo. También tenemos un
Sistema Nacional Anticorrupción que fue creado desde 2015, pero que en los
hechos es como si no existiera, pues los escándalos de corrupción en el
gobierno federal y en los gobiernos estatales siguen consternando a la opinión
pública. Así de podrida está la estructura del Estado mexicano.
También
tenemos un órgano autónomo electoral que es garante de transparencia en las
elecciones, aunque esté bastante desacreditado hoy en día; y tenemos un
tribunal electoral que forma parte del poder judicial, y por lo tanto goza de
autonomía e independencia respecto a los otros dos poderes. Con esto quiero
decir que hasta los políticos corruptos saben que es insostenible el nivel de
corrupción, y que esto se tiene que acabar; y que cuando esto acabe, de verdad
habrá visto su fin una era oscura caracterizada por el expolio sistemático de
la riqueza nacional: vendrá La Cuarta Transformación. En la primera, México
logró su Independencia; en la segunda su Reforma; en la tercera, la Revolución
dio muerte a un régimen oligarca; La Cuarta Transformación supondrá el fin de
la corrupción y de la violencia: se abrirá una era de amor, paz, justicia y
bienestar. Suena a pseudo-ciencia de Hörbiger y sus cosmogonías glaciales, pero
no por ello es falso que urja en México una verdadera transformación.
La
transformación de México no será obra de una persona o de un movimiento
político. Será tarea de todos los mexicanos. Que alguien ofrezca ser la
solución es un gran engaño. Un México enemistado es más vulnerable a la
corrupción y la violencia, y está en menor aptitud de afrontar los problemas.
Se necesita la unión, no la división. Los políticos que fomentan la enemistad
de los mexicanos juegan con un fuego que luego no podrán apagar.
[1] La
novela de Isabel Allende y la película del mismo nombre, del director danés
Bille August, difieren en algunos de talles. Me voy a referir al plot del film, con el que varios
lectores estarán familiarizados. En la película, el rico y poderoso Senador
Esteban Trueba (Jeremy Irons) violó en su juventud a una trabajadora de su
finca. De esta violación nació Esteban García, que vendría a ser hijo ilegítimo
del Senador. Esteban García sabe su origen y odia a su padre, que también sabe
que es su hijo. No obstante, acude ante el ya poderoso Senador Trueba, para
pedir que lo recomiende y pueda obtener un trabajo en el Cuerpo de Carabineros.
Lejos de estar agradecido, García sigue albergando un profundo odio contra su
padre y sus medios hermanos. Cuando estalla el golpe de Estado y los militares
emprenden una brutal represión, su media hermana, Blanca (Winona Ryder) es
arrestada y va a dar a la prisión en la que está asignado su hermanastro
Esteban García, que ya es un oficial con cierto poder, y que aprovecha la
oportunidad para torturarla y violarla.